Alfonso Ruiz de Aguirre

De Secundaria, para Secundaria

Libidinoso encuentro en el Carrefour de Aluche

 

Primer Premio de Narrativa Alcalá 70, año 2003, con el título Fiebre del sábado por la tarde. Con ese título se publicó en Arrabal sin tango


Quiero decirte, aún sigo vivo, soy yo, aunque no lo parezca a veces y tenga que andar disimulando, aunque continuamente me vea obligado a bracear para seguir a flote y no ahogarme, aunque muchas mañanas me despierte desorientado y triste, seguro de que aquel sujeto de ojos claros e inexpresivos y piel blanquísima que se limpia las legañas con ensimismada impericia y ya comienza a contar las horas que le faltan para salir de la oficina no soy yo, sí, es cierto, tenemos en común el nombre y las huellas dactilares, la cara y la cicatriz chapucera que nos dejó la operación de apendicitis, recuerdos de infancia archivados sin el menor concierto, sin atender a su importancia o a su conveniencia, de repente un olor imprevisto nos transporta a los cromos que cambiábamos en el recreo del colegio, o el sabor de un polo de fresa y cola nos llena de alegría, o los acordes de una melodía nos hacen sentirnos pequeños o indefensos, tenemos en común el NIF y los números de la cuenta corriente, de las tarjetas, de la Seguridad Social, el recibo del teléfono, el de la luz, el del gas, el Libro de Familia, los callos, las ominosas dioptrías, las gafas, las recelosas ganas de operarnos de miopía a pesar del miedo a posibles consecuencias futuras aún no suficientemente investigadas, lo mismo ocurrió con las prótesis de silicona, y mira tú luego, es cierto que a los dos nos asusta volar en avión, que nos espantan los truenos y nos encanta ver llover, pero no compartimos esta rabia agria y rencorosa, ni la sumisión, ésa es suya, suena el despertador como una patética corneta que llama al combate a los pobretes de espíritu, y él obedece sumiso sus santos mandamientos, el primero, amarás tu mezquina nómina sobre todas las cosas, el segundo, santificarás los días laborables con el sudor de tu frente, el tercero, honrarás a los zánganos que te exprimen como un limón, tanto más cuanto más te expriman, el cuarto, no caerás en la tentación, las ganas de escapar me pertenecen en régimen de exclusividad, él se limita a susurrar, aún aturdido por el madrugón, no pasa nada, vale la pena, sólo son las seis de la mañana, todo el mundo lo hace, es ley de vida, debemos esforzarnos por ser puntuales y diligentes, por desempeñar bien nuestro trabajo, por cotizar a las instituciones públicas para que nos protejan de nuestra inexorable ancianidad inútil y achacosa, así nos quedará una pensión que podamos ceder a alguna residencia pulcra y aseada (él no emplea estas palabras, es verdad, su vocabulario es harto reducido, se limita a pronunciar, sin darse tiempo a respirar, sí, señor, sí, señor, sí, señor, lo que usted mande), debemos cumplir escrupulosamente con todas esas obligaciones que nos impusieron desde antes de nacer quienes esperaban de nosotros algo valioso o interesado, algo que asumimos por pura inercia, sin pararnos a reflexionar a qué nos comprometía, para qué, si andaremos todos el camino que nos hayan fijado, por las buenas o a golpes, y entonces él comienza a vestirse con una parsimonia ritual y cansina que a mí me descompone, y yo intento sabotear su untuosa mansedumbre, me hago un ovillo pequeño, tiro de los párpados para que no le quede más remedio que refugiarse entre las sábanas aún tibias, cinco minutos más, sólo cinco minutos más, y me arropo, sólo cinco minutos, te lo juro, deja que me esconda, no quiero salir, fuera hace frío, cortaron todos los árboles de la avenida para levantar un carril nuevo, los lunes hay menos atasco, si sales ahora vas a resfriarte, y es todo mentira, en realidad sólo lo digo para fastidiarle, para disfrutar contemplando con cuánta inquietud mira el reloj, como si le fuera la vida en ello, me da risa, y pena, y asco, mierda, otra vez tarde, otra vez, no tengo remedio, van a terminar echándome y a ver qué hacemos, a ver quién paga la hipoteca y la letra del coche, a ver quién compra pañales y libros para los niños.
- No has cambiado nada.
- Muchas gracias.
- Te miro y es como si viera una fotografía de hace 15 años.
- Pues yo me veo muy distinta. Ahora estoy más gorda, pero soy una mujer más interesante. Creo que he salido ganando, pero no estoy muy convencida. Seguro que los hombres no piensan lo mismo. Tú estás estupendo. Ahora te dejas el pelo largo, a la vejez viruelas, como decía mi abuela. Te queda muy bien.
- No te creas, no es por vanidad. Ya no tengo tiempo para ser vanidoso ni para cortarme el pelo, se lo comen todo mis dos criaturas.
- ¿Tienes dos hijos?
- Mira, éste es el mayor, Jaime. Jaime, joder, que no toques el pescado.
Quiero gritar, Teresa, sigo vivo, yo te quiero, soy yo, a veces se me encharcan los pulmones de pura vulgaridad, lo admito, es difícil nadar a contracorriente, pero entonces me salen agallas y sigo respirando por pura terquedad, nunca me rindo, que claudiquen los otros, los que pasan la mitad de su vida intentando convencer a los demás de que han triunfado, yo sigo casi vivo, aunque a veces tengo que tirar del afán para que no termine de agarrotarse. No es sólo que respire, que lata a 60, que sature al 97%, que me crezcan las uñas y el pelo, que conserve intactas las ganas de orinar y de comer, es que cierro los ojos cuando paseo entre los árboles que bordean el Alcalde de Móstoles y aún puedo oír mi nombre, pronunciado hace tantos años que parece que sus fonemas llegan desde una galaxia lejana, que pertenecen a otro idioma o a un sueño, puedo ver cómo corres entre la niebla cuando me distingues desde el otro extremo de la calle, me recreo en el eco de tus pasos acelerados, puedo sentir mis huesos apretados por tus brazos, antes no los protegía esta muralla de grasa, de carne descuidada e indiferente que me va acumulando pliegues de desidia encima del cinturón. A veces, cuando estoy más descuidado, aprieto los párpados y se me encienden las puntas de los dedos con un ansia que ya creía olvidada, pienso en tus nalgas afrutadas camino de la ducha y se me despierta una codicia que ya juzgaba difunta y enterrada, me paso la lengua por los labios y me escuece en la garganta el sabor salado de tu piel.
- Éste es el mayor. Tiene tres años. El otro tiene 9 meses y se llama Eduardo. Jaime, hombre, deja eso, te he dicho mil veces que eso no se toca. No toques el pescado, es caca, ay, qué asco.
- Qué niño más guapo. Es riquísimo. ¿Ya vas al cole?
- Jaime, te están hablando. Contesta. Empezó el otro día. Menuda llorera cogió.
- Se parece a ti.
- ¿Tú crees? Todos dicen que se parece a su madre. Yo prefiero que se parezca a ella. Es más guapa.
- Vaya, qué cumplido. Te veo muy enamorado.
Quiero decirte, aún lo recuerdo todo, pero en lugar de eso asiento con la cabeza o me encojo de hombros, no lo sé con certeza, me siento algo desorientado, temo no estar a la altura, hacer el ridículo, te pregunto en qué trabajas, si terminaste periodismo, si ya te has casado, dónde vives ahora, con la educada frialdad del militar que interroga al oficial enemigo capturado acerca de su nombre y de su rango, pero a diferencia de él, yo no oigo nada, las palabras se expanden entre las doradas (a sólo 995 el kilo) y el lenguado de ración (a 1.595, 9,59 euros, mejor ir acostumbrándose ya), rebotan en las sardinas envasadas en un higiénico paquete de plástico y se vuelven incomprensibles cuando alcanzan el chorizo de Pamplona extra Cumbres de Navarra; comienzo a sonrojarme como si volviera a ser un niño pillado en una falta tan vergonzosa que, por más que lo enfrenten a la evidencia, por nada del mundo confesará.
- Y tú, ¿tienes hijos?
- Pero, Santiago –y te ríes, te ríes, te ríes como yo nunca he sabido reír-, si te acabo de decir que estoy con los preparativos de la boda, que me caso el mes que viene y no doy abasto con tanto rollo de la imprenta, las invitaciones, el vestido de novia, el viaje, las flores, el menú del restaurante...
- Bueno, podías estar soltera y tener hijos.
- Anda, anda, no quieras quedar bien. Tú sí que sigues siendo el de siempre, con el mismo despiste. Lo que pasa es que no me estabas escuchando. Pones esa cara de concentración, que parece que te vas a comer las palabras, y luego estás pensando en tus cosas. A saber a qué le estarás dando vueltas ahora.
Quiero decirte, no sabes cuánto te quise, más de lo que el pudor aconseja confesar. Quiero decirte, aún lo recuerdo todo, todo, con tanta intensidad que a veces me ruborizo, Teresa, quince años después, y me parece que no me ocurrió a mí, que el olor de tus manos, que tus gestos cuando te atusabas el pelo, que la cara de dolor que pusiste el día que te pillaste el dedo con la puerta del Venecia, no lo recuerdo yo, sino otro mucho mejor de lo que nunca seré, que se me escapó sin que me diera cuenta. Quiero decirte que recuerdo detalles tan nimios que me asusta su peso, los dos buscando por el suelo una entrada de cine usada, porque entregándola en el Burger King te daban dos hamburguesas por el precio de una, las incómodas butacas del Callao cuando vimos Superdetective en Hollywood, tus labios manchados de mostaza mientras engulles un perrito caliente, el día en el que abrimos por primera vez un preservativo y lo miramos asombrados, no sabíamos muy bien cómo se usaba, pero ninguno osaba confesar su ignorancia, el tacto sedoso de tu camisa azul celeste. La luz de febrero se agosta contra los ladrillos del pasadizo que sale de Serradilla, se escurre entre los árboles, y tú miras el reloj para no llegar tarde a casa, menuda charla me echó ayer mi padre, sólo le faltó pegarme, no quiero que me castiguen sin salir, porque sin ti se me rompería el corazón, lo digo así porque es verdad, tonto, si me pasara un solo día entero sin verte me daba algo, me echaba a llorar y no paraba hasta que vinieras a buscarme, qué estupideces decimos cuando somos adolescentes y aún nos patinan las hormonas y nos chirría la sensatez, qué estupideces tan hermosas y lúcidas, te querré siempre, te juro que nunca te dejaré, no me olvides, no puedo estar sin ti, te necesito, palabras desgastadas por el exceso de uso, trivializadas por la victoria ineludible de la rutina, castigadas a aparecer en todas las canciones estúpidas. Un día descubres que ya han dejado de conmoverte y comprendes que te has muerto sin ni siquiera darte cuenta, rebuscas entre las fibras más sensibles y la única satisfacción que encuentras es que las chuletas de lomo de cerdo están a 895 pesetas el kilo.
- Pues, digan lo que digan, este verano había los mismos atascos que el resto del año. Yo venía a trabajar por la de Prado del Rey y me cogía unos tapones horribles. Más de media hora desde los cuarteles hasta aquí.
- Agosto ya no es lo que era.
- No.
- Ahora la gente ya no se va de vacaciones.
- No. Está todo muy caro. Se cogen una quincena y se van a la playa o al pueblo, pero luego se vuelven a Madrid.
- Jaime, ¿dónde vas? Espera, que se me escapa. Joder, qué niño. Jaime, contigo no se puede ir a ningún lado.
Quiero decirte, aún no he olvidado la señal, pero ya nadie llama a casa y deja sonar el teléfono tres veces, ni una más ni una menos, enseguida cuelgas, para que sepa que me esperas ya, como siempre, en la parada de la Renfe de Águilas, al lado del campo de fútbol sala, no sabría precisar si ya habían puesto allí el quiosco de prensa, las cosas se obstinan en cambiar cada una a su ritmo para desordenar nuestras evocaciones y restarles verosimilitud. Aún recuerdo los tres timbrazos. No los recuerdo. Los oigo. No hace falta cogerlo. Va a sonar tres veces, y el corazón se me va a salir, me late tan fuerte como en esas novelas rosa de usar y tirar, qué le vamos a hacer, los desórdenes fisiológicos de la adolescencia están reñidos con el exceso de intelectualidad y con el sentido común.
- Hace mucho calor este año, pero luego te metes aquí y pasas frío. Ponen demasiado fuerte el aire acondicionado.
- Es verdad. Al final acabamos todos resfriados. Tú siempre has sido muy friolera.
- ¿No te vas de vacaciones?
- Aún no lo sabemos. Me dieron las vacaciones a última hora y no hemos podido reservar hotel. A mí me gustaría ir a Matalascañas, pero Claudia prefiere Benidorm.
- Claudia. ¿Se llama Claudia, tu mujer? Es un nombre precioso.
- Sí.
Recuerdo el escozor en los labios después de besarte, un día que lloraste porque te cortaron demasiado el pelo, esa fiebre dulce y caliente que levantaba tu lengua, ansiosa, traviesa, atrevida, el tacto rugoso de los asientos de atrás del ochocientos cincuenta, un día, lances del juego, en el fragor de la batalla le diste una patada a la butaca delantera y la sacaste de su sitio, la tuvimos que sujetar con cinta aislante, y luego me contaste que habías soñado que me mordías el labio hasta hacerme sangre, y sentí un escalofrío de miedo y de deleite.
- Jaime, ya vale, te he dicho que no toques el pescado.
- Qué rico. ¿Y el otro? Porque me has dicho que tenías dos, ¿no?
- El otro está con su madre, en la carnicería, ahora vienen. Había mucha cola. Siempre igual. No sé por qué venimos los sábados, si ya sabemos que esto se pone imposible. Somos como borregos.
Recuerdo el día en el que el coche nos dejó tirados en mitad de General Ricardos y tú te reías, te reías tanto que al final se me pasó el enfado, cómo iba a enfadarme, si tú no hacías más que reírte, y yo te miraba y era como si contemplase el mundo por primera vez, siento que la imagen no sea más original, así de vulgar es el amor a los dieciséis años, como si me topase de frente con los Reyes Magos.
- Meterse en Internet los domingos es imposible, hay demasiado tráfico. Ayer tardé una hora en bajarme dos canciones.
- Yo ya casi ni me conecto. Con estas dos fieras no tengo ni un rato libre.
- Entonces, ¿has dejado de pintar?
- ¿Pintar? Ya me contarás cómo. Vivo en el barrio, ahí, en Jarandilla, en un piso de sesenta metros cuadrados y tres dormitorios. El nuestro y uno para cada crío, no da para más. No tengo ningún sitio dónde dejar el caballete, los óleos, los lienzos.
- Qué pena. Un talento desperdiciado por falta de espacio.
- Menos coña.
Quisiera gritar, para que lo oyeran todos los que compran mortadela Valle al corte (a 695 el kilo), o salami extra Acueducto (a 995), o chopped beef Carrefour (a 695, qué chollo), que aún recuerdo aquella noche en la Casa de Campo, cuando buscábamos un lugar discreto donde acariciarnos y dejamos el coche colgando de un bordillo gigantesco que protegía los contornos de los excesos amatorios de los estudiantes en celo sin recursos económicos para costearse un hotel, si no nos llegan a ayudar los del camión ahí sigue todavía el ocho y medio, balanceándose en lo alto del adoquín inmenso. Recuerdo la espera debajo de tu ventana, aguardando que me tiraras una carta inflamada de lascivia, o bañada de lágrimas, o cargada de reproches celosos, o a veces intrascendente, sujeta siempre por una pinza de colgar la ropa para que no se la llevara el viento; los paseos clandestinos, los bares discretos y oscuros, que no nos vea nadie, con sofás cómodos, alejados de nuestro barrio, de aquellos cotillas confabulados contra nuestro secreto; las posturas inverosímiles y el rostro inconfundible del deseo inaplazable, tú, subida a horcajadas sobre mi cintura en mitad del paisaje desolador de un parquin, mordiéndome los labios como si temieras que te los fueran a robar, apretando mis vértebras con tus talones como si me espolearas, apurando mi saliva como quien liba del manjar más exquisito y peligroso, la obligación de contenerse en el último instante, y luego ya no, porque cogiste las llaves del trastero de tus padres, y el suelo y cuatro mantas viejas nos servían de colchón, qué más daba, si la lujuria sembraba placer sobre las aristas del cemento mal apelmazado; aquel fin de semana en el que convenciste a tus padres de que te ibas de acampada y nos escapamos juntos a Torremolinos con 20.000 pesetas que me prestó un amigo, a condición de que luego le dejara el coche unos días y de que se las devolviera pronto, y se pensaba que eran para comprar pastillas, porque no podía contarle la verdad, joder, Santiago, te vas a poner ciego, quién te ha visto y quién te ve, tú que nos metes la charla cada vez que nos fumamos un canuto.
- Entonces, ¿vives en Pozuelo?
- Te lo he dicho ya dos veces. Estás en Babia.
- Estarás en tu salsa. Siempre fuiste una niña pija. El barrio se te quedaba pequeño.
- Oye, sin ofender.
- No lo digo por ofender. Es la verdad. No me gustaba nada quedar con tus amigos pijos de la playa, pero me encantaba verte tan elegante, tan segura, tan desenvuelta. Tú naciste para ser rica, está claro. De verdad que no lo digo por ofender.
- Bueno, ya ha salido el tema de los viejos tiempos.
- Jaime, quítate de ahí, que no dejas pasar a la señora.
El recepcionista del hostal levantó su cara de escarabajo y te miró con desconfianza, porque todavía llevabas restos de virginidad tatuados en la cara, porque tus ojos gritaban, soy menor de edad, me he escapado de mi casa y, aunque viva cien años, nunca volverá a sucederme algo tan emocionante, pero yo había cumplido los dieciocho dos días antes, menos mal. ¿El DNI?, aquí tiene el mío, el suyo se le ha perdido, además, sólo hace falta uno, ¿no? Luego hizo la vista gorda, el negocio es el negocio, me largó una especie de ladrillo que desempeñaba las funciones de llavero y suponía una firme garantía de que el viajero no olvidaría devolverlo en recepción, y nos indicó con un gruñido el camino hasta la 204.
- El sábado que viene actúa Sabina en las Ventas. Nos costó un montón conseguir las entradas.
- Yo ya casi no salgo. A ver, con éstos...
- Pues déjalos con una canguro.
- A Claudia no le gusta mucho salir.
- Vas a acabar como Homer Simpson, contándole tus penas a una cerveza en el bar de Moe.
- Antes ya me costaba llevarla a cenar, pero ahora sería labor de titanes.
- Veo que sigues siendo igual de redicho.
- Lo mismo dice Claudia.
Apenas salimos en dos días de la tierra prometida de los menesterosos, un paraíso humilde con olor a cerrado, a sal, a humedad, y luego a sudor, a saliva y a sexo, yo bajaba un momento a buscar comida y bebida y volvía a la carrera, frutas, chocolate fundido y nata para extenderlo por nuestros cuerpos, y comer muy lentamente, muy despacio, para que el deseo no perdiera los papeles, ni le venciera la fatiga, la noche o el cansancio; apenas salimos, ¿para qué?, si el universo entero, con todos los misterios que siempre quisimos descifrar, se escondía entre las sábanas sensuales y revueltas, que terminaban siempre por el suelo, en un amasijo de desorden y flujos, antes de volver a comenzar, antes de reagrupar las fuerzas para lanzar de nuevo el ataque, antes de paladear de nuevo el sabor insospechado de tu sudor escurriendo por todos los rincones de tu cuerpo, antes de que nos llamaran la atención, que todos hemos sido jóvenes, coño, pero esto ya pasa de castaño oscuro, que los demás también tenemos derecho a dormir, ¿o no?, así es que os lo montáis sin tanto ruido, hostias, que parece que estáis rodando una película guarra.
- No sé si llevarme salmón o pescadilla.
- El salmón fresco estaba de oferta. No tenía mala pinta.
- ¿A cuánto estaba?
- Creo que a 695, pero no me hagas mucho caso, confundo todos los precios. A lo mejor te estoy diciendo el del chope.
- Cómo se nota quién tiene que poner orden en la casa. No sé qué haríais sin nosotras. Tanta liberación de la mujer, pero si no nos encargamos de la compra vosotros no coméis más que latas. Al final terminamos siendo esclavas.
Quiero decirte, no sabes hasta qué extremo me resulta indiferente el precio del salmón, del besugo y hasta de la merluza. Seguro que tú también recuerdas el banco del parque con nuestros nombres tallados a navaja, unos canallas hormigonaron el solar y construyeron pisos, aquellas tardes cortísimas en las que no necesitábamos más instrumento de diversión que nuestras bocas y nuestras manos, la cruz de plata que me regalaste el día de San Valentín, aunque yo decía que no había que hacer regalos porque era sólo una fiesta capitalista y comercial, inventada por el imperialismo americano en contubernio con los grandes almacenes y las multinacionales, pero también te compré un regalo, y me daba vergüenza dártelo, por si no te gustaba, una hora me pasé mirándolo como un bobo antes de decidirme a pagarlo, y tuve que contar las monedas sudadas una por una para redondear el montante total de la operación, al final la dependienta tuvo compasión de mí y, en nombre de San Valentín, para mayor humillación de mis firmes convicciones, me perdonó la cantidad, hoy irrisoria, entonces inalcanzable, que me faltaba, y así pude comprarte una pulsera de plata con nuestros nombres grabados y una fecha, una fecha que se hubiera comido la memoria de no haber sido por el imperialismo americano, por los grandes almacenes y por las multinacionales, aunque, a decir verdad, ahora carece de la menor importancia, la han engullido todos estos años sin vernos.
- ¿Sabes?, el otro día me acordé de ti.
- ¿Y eso?
- Iba en el coche, buscando las noticias, y cogí una emisora que estaba poniendo una de los Hombres G. ¿Te acuerdas de cuando fuimos al concierto?
- Sí, creo que sí. Eran un coñazo, los Hombres G.
- Entonces no decías lo mismo. Escuchabas lo de las huellas en la bajamar y te ponías romántico.
- Jaime, déjame, ¿no ves que estoy hablando? Suéltame el pantalón. Como no te portes bien te voy a dar pam pam en el culo, por pesado.
Recuerdo tu llanto histérico porque me habías sorprendido mirando las piernas de Beatriz, tu compañera de curso, hay que reconocer que eran dos auténticos monumentos; Beatriz, seguro que a ella no la has olvidado, llevaba siempre la minifalda más corta, eso no es una falda corta, decías, son unas bragas largas, pero ella se tapaba la boca con la mano cuando se reía, con una coquetería de nínfula triunfante y deliciosa, y a todos se nos iban los ojos detrás, no seas tonta, Teresa, cómo voy a fijarme en ninguna chica, yo sólo te quiero a ti, y te querré siempre, pase lo que pase, afirmaba con esa cursilería que nos regala la primera juventud, cuando aún desconocemos que siempre y nunca son palabras inhumanas, patrimonio exclusivo de los dioses y de los idiotas
- Pues todavía no han venido los pintores. Nos tienen todo el piso empantanado, porque hasta que no terminen no pueden traernos los muebles.
- Si es que son todos unos informales.
- Bueno, qué me vas a contar, cambiamos el gres de la cocina porque no nos gustaba, era muy vulgar, claro, no pueden acertar con el gusto de todos, y de paso decidimos cambiar de sitio el radiador, pues total, que el fontanero no se presentaba, y el albañil venga a meternos prisa, qué agobio.
- Jaime, Jaime, hijo, levántate del suelo. Venga, levántate. Te vas a poner perdido. Cuando te vea tu madre ya verás qué bronca nos echa a los dos.
No me hacen falta fotografías para recordar los paseos por el Templo de Debod, las barcas de remo en la Casa de Campo, en aquel tiempo en que no la habían terminado de conquistar y colonizar las prostitutas, las gotas escurriendo por tus caderas cuando salías del agua, qué bien nadabas, daba gusto verte, Teresa, parecías una sirena, elegante y sobria, las canciones románticas, el tacto suave de tu saliva, que quemaba sin levantar ampollas, como el hielo, el camino sinuoso y sanguíneo que conducía de tus labios húmedos a tus pezones, repentinamente endurecidos por un calambre de ansiedad, tus piernas tiritando de deseo, el sendero que luego bajaba, entre gemidos de gato, por laderas peligrosas, hasta conducir a una tierra fértil de valles y de fuego, y te estirabas como un felino amenazado, y susurrabas palabras y gemidos que parecían inventar una sintaxis nueva y universal, una sintaxis eterna, primitiva, católica, tribal, una sintaxis intraducible, secreta e íntima. Desnudos en la cama deshecha, reíamos y reíamos, imaginando las caras que pondrían todos si se enterasen de lo nuestro, los profesores del García Morato, el de Lengua, la cara que pondría el de Lengua, tan mojigato, le preguntábamos si Lorca era homosexual y se ponía colorado, siempre intentando convencerme para que me metiera en un campamento de su parroquia, tus padres, el cura, tus amigas las pijas o mis amigos carabancheleros, que se partían de risa cuando veían el monedero de Snoopy, a quién se le ocurre, que me habías regalado, o el llavero de Lacoste, o la cinta de los Hombres G.
- No sé por qué no nos dieron vacaciones en agosto en la inmobiliaria, porque el trabajo se para mucho. Es verdad que la gente está loca por comprar, para sacarse el dinero negro antes de que empiece lo del euro, pero aún así. En todo el mes hice una venta importante, y gracias, no me digas que no podían haber dejado que nos fuéramos. Hay compañeros que no vendieron nada. Hombre, Santiago, ya sé que mi trabajo es aburrido, pero tampoco es para que te pongas a bostezar.
- No, Teresa, no es eso, perdona. Es que el pequeño está ahora con los dientes y no nos deja dormir.
- Pues con lo dormilón que tú eras, lo estarás pasando fatal.
- Vaya. A todo se acostumbra uno.
- Sí, a la fuerza ahorcan.
- Es un modo más cruel de decirlo.
Quiero contarte que una semana atrás, cuando buscaba un regalo para el cumpleaños de Claudia, encontré en Madrid Rock la discografía básica de los Hombres G y me la compré entera. Ya entonces me parecían gilipollas, es verdad, formo parte de una expedición al desierto del Sahara, sólo llevo un polvorón y una bolsa con agua, sufre mamón, devuélveme a mi chica, o te retorcerás entre polvos pica-pica, yo sono el capone de la mafia, yo sono el fillo de la mía mama, hace falta andar muy limitado de neuronas para comprarse un disco así, pero lo meto en el lector mientras cambio el pañal de Eduardo y no han comenzado los primeros acordes cuando se me viene a la memoria tu cuerpo tenso en el salto, te habías pintado de azul la raya de los ojos, a juego con tu camisa preferida, tus facciones acentuadas por la emoción, el sudor, tus pechos saltando con furia, tu voz afónica coreando cada una de las canciones, gritando los estribillos, chillando el nombre de cada uno de los idiotas que castigaban nuestros tímpanos sin el menor asomo de piedad. Escuché los tres discos de un tirón, me los llevé a la cocina y al baño, y concluí que verdaderamente, eran gilipollas, pero se me pusieron los ojos tan rojos que tuve que ir a lavármelos dos veces, y luego me acosté sin cenar.
- Pues para ser septiembre no hace mucho calor.
- Es verdad.
- Es como si estuvieran cambiando las estaciones. Me acuerdo de que cuando éramos pequeños y empezaba el colegio te asabas de calor. Ya no hay primavera ni otoño. Se pasa del frío al calor en cuatro días.
- En casa hemos puesto aire acondicionado.
- Dicen que es por lo del agujero en la capa de ozono y todo eso. Nosotros también lo vamos a poner. A ver si ahorramos.
Quiero decir, gritar hasta romperme la garganta, lo veo todo con una viveza que me asusta, con unos colores tan rotundos que me deslumbran, como si ya estuviera muerto y lo contemplara desde la eternidad de los creyentes, aquellos días que se nos escurrían sin sentido, días en los que nunca íbamos a cumplir los 30, siempre dentro de un caparazón de fiesta que resguardaba nuestro mundo mágico del acecho nefasto de la realidad, de la rutina, de la necesidad, días en los que hacíamos trampas y mentíamos para ganar siempre y no nos importaba arriesgarlo todo, porque aún no habíamos pactado ignominias decentes, ni habíamos admitido acuerdos denigrantes, qué felices aquellos tiempos en los que resultaba tan fácil servir a Satanás, a sus pompas y a sus artes, a su lujuria primitiva e ingenua, a veces cuidadosa, entregarse a las deliciosas trampas de la tentación hasta languidecer, obedecer a la vanidad que despertaba en mí la calentura del placer en tus ojos verdes, a todas las pequeñas e insospechadas variantes de la inquietud y de la sensualidad que se agitaban cuando sonaba el teléfono, serán tres timbrazos y dejará de sonar, y me bajaré al campo de fútbol sala que hay al lado de la Renfe de las Águilas, y estarás esperándome, impaciente, mordiéndote los pellejos de los dedos, vigilando para que no nos vea nadie conocido, que vaya luego con el cuento, qué bajo hemos caído, Teresa, qué pecado cometimos para merecer este castigo, quién iba a decirnos a nosotros, a nosotros nada menos, que un día nos encontraríamos en el Carrefour de Aluche, sección de congelados, entre un lenguado distraído y unos langostinos que nos escrutan con malos ojos, yo con tripa cervecera, aburrido y resignado a pasarme otro domingo más discutiendo de fútbol con los del bar de Galán, tú buscando unas cortinas para que la luz del sol no te deslumbre en la casa que compartirás dentro de poco con tu marido, te crees que para siempre, pero siempre, Teresa, créeme, siempre es demasiado tiempo.
- ¡Así que a ti también te gusta el fútbol! No me lo puedo creer. Después de toda una vida diciendo que era el opio del pueblo...
- Teresa, no nos conocemos de toda una vida.
- Si fuimos al colegio juntos.
- Pero ha pasado demasiado tiempo desde entonces. Media vida. Jaime, ya me estás hartando. Estate quietecito, anda.
- ¡Te gusta el fútbol! ¿Qué ha sido de tus principios?
- Se los merendó el aburrimiento.
A veces las imágenes se vuelven perezosas e imprecisas, se aparecen entre sombras, gotas de lluvia que se escurren por tu nariz, un lunar en el extremo de tu pezón, una pequeña mancha entre las ingles, el olor agridulce de tu vello púbico, tu cuerpo desnudo en la oscuridad inmensa de la playa desierta, imágenes que se van desgastando, como los santos de las iglesias, abandonados a la intemperie en un pedestal inhóspito que los aleja de la gente, publicitando las maravillas de un dios que se cansó de protegerlos, no le importa a ese dios que su dedo índice caiga, que se borren las arrugas de su ceño, que tanto trabajo dieron al artista, no le importa a su dios que sientan frío, que los azote el viento o que las palomas los defequen hasta arrebatarles su bendita dignidad.
- ¿Sabes, Santiago, en qué noto que nos hacemos mayores?
- ¿En qué?
- El otro día nos fuimos de copas a Alonso Martínez y vi a unos chavales de unos dieciséis años tirados por el suelo. Llevaban un pedo de escándalo. Y empecé a decir lo típico, esta juventud, adónde vamos a llegar, nosotros no éramos así, y todo ese rollo. Supongo que hace quince años éramos nosotros los que nos tirábamos por el suelo y otros de nuestra edad nos miraban con envidia y se dedicaban a moralizar.
- ¿Sabes en qué notarás que te has hecho aún mayor?
- Dime.
- En que ya no irás a Alonso Martínez a tomarte unas copas y, como no tendrás a mano a ningún adolescente borracho, moralizarás a tu marido. Moralizar al cónyuge es una tentación a la que ningún casado sabe resistirse.
Y un día, sin darte cuenta, ya tienes treinta años, y te empiezan a caer encima hijos, arrugas, michelines, ya no puedes cenar chorizo impunemente, el ardor de estómago se encarga de castigar con dureza tu atrevimiento, y apostatas de los más firmes preceptos de tu fe, yo, artesano de la traición taimada. Uno daría la vida por sus hijos, es verdad, cualquiera lo haría, yo también, si tuviera vida, si pudiera llamársele sin sonrojo vida a este trasiego malsano de obligaciones dispuestas por la necesidad o la costumbre que envuelven tu tiempo, con la única contrapartida de ofrecerte una seguridad que termina por congelarte el alma, por hacértela inmune a los grandes padecimientos a cambio de que te resignes a asumir con alivio la esclavitud de que sea tu mujer quien te elija la espuma de afeitar y las camisas, a pasar las tardes del sábado en el Carrefour, y las del domingo gritándole improperios a un delantero que ha fallado estrepitosamente un gol cantado, despotricando contra Zidane, qué interesante, pobre tipo, que ha tenido la desgracia de costar 13.000 millones, desgracias de este jaez las quiero yo para mí y para toda mi descendencia por los siglos de los siglos amén.
- ¿Has visto lo de Estados Unidos, Santiago? ¡Qué pasada!
- Ya. Ha sido horrible. Tan horrible como los tres o cuatro palestinos que se cargan cada día sin que le den tanto bombo. Siempre habrá muertos de primera y muertos de segunda.
- Ya veo que tú sigues empeñado en pensar a contracorriente.
- Hay gente que se encarga de pensar para los que se aburren pensando, pero yo prefiero tomarme la molestia. Ya que no puedo pintar, por lo menos pienso.
- Pues yo estoy asustadísima. Pedro dice que esto puede ser el principio de la Tercera Guerra Mundial. Pedro es mi novio. Dentro de poco mi marido. No sé si me acostumbraré.
- Tranquila. Te acostumbrarás. Uno se acostumbra a todo, te lo aseguro. Acostumbrarse a estar casado es lo más fácil del mundo. Como acostumbrarse a estar amodorrado.
La deserción no se anuncia, llega casi sin que te des cuenta, un día es sólo una frase piadosa que se te escapa, recuerdo de una infancia pasada al abrigo de una Transición en la que todo el mundo seguía siendo católico por decreto, otro acudes a una iglesia con el pretexto aparentemente inocente de que se casa un amigo, por no quedar mal, te repites mil veces, tratando en vano de convencerte, luego bautizas a tu hijo y aceptas ser padrino del de tu hermano, no te engañes, un día acabarás por apuntarlos a los dos a la catequesis, en una de las celebraciones sociales que comienzan en el templo escuchas el sermón con cara de bueno mientras miras el reloj con educado disimulo, y un buen día te sorprendes a ti mismo rezando por tu hijo, señor, curámelo, señor, que no sea nada malo, que le remita la fiebre, que se le corte la diarrea, que no salga nada en la radiografía, si fue un golpe muy pequeño, un golpe tonto, que no se metan con él los matones de su colegio, que los niños son muy crueles, que no haya que operarle de las anginas ni de los reflujos. Judas, ya no te acuerdas de aquellos tiempos de escalofrío, de la sangre exaltada, de los pezones inflamados de pecado, de las lenguas sedientas y ansiosas. Ahora has cumplido los treinta, ya no vas al cine ni a ver a Sabina, ya no te marchas tres días de acampada, ya no vuelves borracho ni fumado de las fiestas, se acabaron las locuras, sólo queda el orden regulado de la amarga compra semanal en el Carrefour, que te da la oportunidad de consumirte para consumir, y al final acabas siendo una oveja fiel al Gran Jefe del rebaño, con lo peligrosos que son los creyentes para el mundo, todos cargados de furia justiciera, de rabia evangelizadora y de razón, todos escogidos por dios para sus sangrientos fines, uno hace estallar un avión cargado de pasajeros contra las Torres Gemelas, otro bombardea Libia porque encabeza la cruzada del Supremo Bien contra el Maligno, otro aniquila palestinos mientras se golpea el pecho protestando contra el holocausto, el mundo deberían confiárnoslo a los ateos, somos gente de bien, los paganos, incapaces de suicidarnos o de asesinar para ir al cielo, nuestra impiedad nos humaniza.
- Qué poco cumplido eres, Santiago. Ni siquiera me has preguntado cómo es el hombre con el que me caso.
- No seas cruel, ¿no ves que estoy reventando por dentro de celos? Además, estoy tranquilo: tú siempre has sabido elegir.
- Qué tonto eres. Sigues igual. Lo dices como si fuera verdad. Nunca se sabe cuándo estás de broma y cuándo hablas en serio.
Uno no debería permitirse nunca llegar a los treinta años, malditos treinta años, funesta edad de tantos desengaños. Se trata sólo de una cuestión de disciplina y de higiene, de decoro, los inteligentes abandonan a tiempo, nos dejan un hermoso cadáver, y todo eso, sí, ya sé que a mí me pasó, bien que lo siento, pero en mi caso se veía venir, como si estuviera escrito, no había más remedio, yo nací ya viejo, obedecía a mis padres, no chapoteaba en los charcos ni destripaba lagartijas, me preguntaban en clase la lección y me la sabía siempre, mira qué desgracia, nací para tener cuarenta años, para conducir un Seat Toledo diésel y regañar a los niños cuando sacan malas notas o no se quieren terminar el vaso de leche, como se lo diga a tu padre te vas a enterar, yo estaba predestinado, esos desórdenes congénitos rara vez admiten enmienda, pero tú naciste para ser eternamente joven y no comprendo cómo has llegado a este estado de deterioro imperdonable, rebajándote a desperdiciar una tarde de sábado en el Carrefour, comprando yogures de fresa, pack de 16, 288, la unidad le sale a 18 pesetas, para qué comprar tantos, me pregunto, si siempre acaban caducando antes de que te los termines, aceite de oliva virgen Ybarra de 5 litros o café soluble natural Nescafé 200 gramos, en lugar de tirarte en el sofá de tu casa y comerte a besos al Pedro ese de los cojones.
- Pasado mañana es mi cumpleaños. Treinta me caen.
- Ya.
- Me extraña que te acuerdes. Ni siquiera solías acordarte del tuyo.
- No me gustan los cumpleaños. Ya sé que uno se va muriendo poco a poco, no hay remedio, pero me parece de pésimo gusto montar fiestas para recordarlo.
- Ay, hijo, cómo eres, parece que estoy hablando con un libro de Filosofía.
A veces camino por calles amplias y espesas de gente y, entre el ruido de los carburadores y el humo sofocante de los motores de autobús, oigo un sonido que me resulta familiar, me detengo, respiro con fuerza, engañando a mis pulmones, y puedo escuchar el eco inconfundible de tus gemidos en aquella cama ruidosa del hostal, percibo un aroma que me transporta al pasado remoto, busco sin pretenderlo una voz que me resulta familiar y a veces me sonrojo, y me miro las manos y me sudan, decían que si te sudaban las manos te librabas de la mili, pero es mentira, a mí me tocó hacerla en Albacete porque no tenía enchufe, y me parece imposible que sea yo, precisamente yo, por qué ha tenido que ocurrirme a mí, quien vaga intentando controlar a un niño irreductible (tú también, hijo mío, Jaime) por los pasillos, repetidos hasta la desesperación, de un supermercado de capital francés, cuidadosamente iluminados para fomentar el consumo compulsivo, delante de ese cochinillo que me mira con rencor taciturno desde detrás del mostrador, como si fuera yo quien lo despachó.
- De viaje nos vamos a ir a Santo Domingo, a tomar el sol.
- Ya veo, viaje cultural.
- No seas cáustico. No queremos ver piedras, que estamos los dos agotados con tanto preparativo. Nos vamos al Caribe a tostarnos al sol y a no pensar en nada. Bueno, si nos dejan, porque con todo el jaleo este de los aviones... Hemos reservado en el hotel donde hacen la serie de televisión esa que ponen los jueves en la Primera, el Bahía Príncipe. A todo lujo. Nos vamos a apuntar a un curso de submarinismo. Dicen que debajo del mar se ven unos paisajes impresionantes y que hay tantos peces que tienes que ir apartándolos para poder bucear.
Teresa, a mí los hoteles de gran lujo me la pelan, el único hotel donde de verdad me he sentido a gusto costaba 3.500 la noche, habitación doble con baño que resultó ser ducha, y tenía desconchones en el desagüe del lavabo. Teresa, ¿recuerdas los dos peces que me regalaste el día en que hacíamos seis meses?, murieron, pero los conservé en formol durante años, hasta que un día tuve que tirarlos porque incluso el formol se deteriora, ya ves tú, porque olían a podrido y sus ojos comenzaban a deformarse en una mueca acusadora, has sido tú, que estropeas todo lo que tocas, porque constituían una metáfora demasiado obvia como para seguir mirándolos sin desfallecer cada día de mi vida, apostados entre Rayuela y la Historia universal de la infamia.
Quiero insistir, yo lo recuerdo todo, tus ojos verdes moteados de diminutas manchas amarillas, la cena con velas en mi casa, una semana santa, le pedí prestados a un amigo platos, vasos, cubiertos y copas de una vajilla que tenía su madre, que parecía que la habían hecho para comer en un palacio, que no tío, que no voy a romper nada, te lo juro, mañana te lo devuelvo todo limpio, joder, ni que me estuvieras dando un tesoro, qué te va a matar tu madre, no seas exagerado, si ni siquiera se va a enterar, y me miraba con estupor, como si hubiera descubierto en mí de repente una tara perversa y desconocida, tú, entrando en la casa como una reina toma posesión de sus territorios, contoneando el moño italiano que sin duda te llevó tanto tiempo apuntalar.
Lo recuerdo todo y, con la distancia, me parece desmesurado el precio que tuve que pagar a cambio de los cuatro besos ridículos que le di a tu amiga Beatriz por un absurdo orgullo viril, para que mis amigos carabancheleros, como tú los llamabas, se retorcieran de envidia viéndome agarrado de la cintura de aquella niña pija que quitaba el aliento, es verdad que se los di, que lo hice para que te doliera, para que vieras que mi carne también se cotizaba alta en el mercado, es verdad que no te escribí en verano, es verdad que no fui sincero, es verdad que me aproveché de tu ingenuidad, pero he seguido cultivando tu recuerdo con una fidelidad exquisita de labrador apegado a la tierra, lo he modelado entre mis manos con atávica paciencia de alfarero, con una querencia que me redime de todos mis pecados, incluso de los que no llegué a cometer, y me hace digno de ti, a pesar de que venga los sábados a comprar al Carrefour, a pesar de que antes siempre me quedara en las fiestas del barrio hasta las tantas, y ahora las maldiga, porque me despiertan a los críos y a mí no me dejan dormir, y rezo para que descargue una tormenta y les fastidie la verbena a los imbéciles que bailan la canción del gorila que ha sacado esa mala aprendiz de Lolita, ¿ves como soy un traidor?, ya te digo que a veces me sorprendo rezando, que ya habría claudicado si no hubiera guardado con esmero hasta el más pequeño de los recuerdos que me atan a la sagrada religión de mis pecados. Tal vez ya no sea el mismo, pero mantengo la vida porque permanezco fiel.
- Mira, aquélla que me hace gestos desde el fondo del pasillo es Claudia. Vaya, parece que el niño ha vuelto a vomitar. Estamos buenos. Siempre igual. Dicen que tiene reflujos, qué le vamos a hacer. A lo mejor le tienen que operar. Te tengo que dejar. Me alegro mucho de haberte visto.
- Yo también. Podíamos quedar un día. Los cuatro, quiero decir... Bueno, los seis... Así tú conoces a Pedro y yo conozco a Claudia.
No me ofendas, Teresa, no me ofendas, no me castigues a contemplar la medida de mi derrota, la verdadera magnitud del descalabro, no reduzcas esta maravillosa sensación de proscrito por un día a la legalidad, permite que siga creyendo que no puedes mirarme sin estremecerte, que sólo quieres verme a hurtadillas, en la complicidad del anonimato, o amparada en la coartada de la casualidad, aunque luego nuestras manos y nuestras bocas se queden quietas, saboreando la complicidad irreprochable de la clandestinidad, jugando a funambulistas en la cuerda de la culpa, aunque ya sabemos que no caeremos, que cada uno volverá a su casa limpio de pecado, la experiencia vela por nosotros, ya no somos dos niños con cuerpos adultos, permite que crea que te repugna la idea de verme junto a tu marido, que temes que él descubra un gesto entre nosotros que despierte sus celos, no me condenes a padecer la afrenta de considerarme inocuo, de enfrentarme a tus ojos mirando al fulano ese con gesto de costumbre aprendida o de fiebre, tus ojos que ya no me volverán a acechar nunca más con apetencia de animal.
A lo mejor crees que no quiero a Claudia, que no quiero a los niños, y por eso pienso estas cosas. Pero no es verdad. No sabes hasta qué punto los quiero a los tres. Uno se mira en el espejo y tal vez no le gusta su nariz o su boca, pero nadie se corta un brazo porque le haya salido un grano. No termino de acostumbrarme a ser adulto, a levantarme cada día sabiendo que hoy será idéntico a ayer e idéntico a mañana, me gusta engañarme pensando que por el otro camino no había tráfico, pero sé que no es verdad. Las puertas que dejé cerradas en el camino me marcan a fuego cicatrices de melancolía. Ahí queda eso. Verdaderamente, tenéis razón las dos. Cada día me vuelvo más redicho. Con los años se me va congelando el humor. La pedantería es sólo un efecto secundario, daños colaterales, que los llaman ahora.
- Con los niños es muy complicado. Empiezan a dar la lata y te ponen la cabeza como un bombo. Pero, bueno, ya veremos cómo, a ver si Claudia quiere que los dejemos con alguien. Toma, mira, una tarjeta. Ahí está mi teléfono. Llámame cuando puedas.
Te acerco una cartulina que contiene una dirección, un teléfono, y dos nombres y me siento muy avergonzado de que uno de los que figura no sea el tuyo.
- Nosotros todavía no tenemos, pero si quieres te dejo el móvil. ¿Tienes un bolígrafo?
- No, creo que no.
- No importa... A ver, por aquí tiene que haber uno.
Tantas molestias, sabiendo que ninguno de los dos llamará por más que el otro se lo encarezca. Nadie es tan idiota, cuando le dicen, estás en tu casa, de exigir las escrituras.
- Mira, tu mujer te sigue llamando. Parece un poco enfadada. Es igual. Te llamo yo a ti. Venga, hasta pronto.
- Pero llámame, no se te olvide.
- De verdad que no se me olvida, venga, ve, que te está llamando.
Comienzo a alejarme de ti entre los pasillos abarrotados de productos de consumo, sé que no debo darme la vuelta, pero mira lo que le pasó a Teseo, y a la que se convirtió en estatua de sal, no me acuerdo de su nombre, no soy mejor que ellos, de modo que giro la cabeza, y te veo, mirando un set de cuatro manteles individuales más un vaso de regalo, varios modelos a elegir, un pack de dos paños de cocina más un paño de regalo, varios colores a elegir, un body de manga larga más un body de regalo, todas las tallas, cómo resistirse a promociones tan apasionantes y libidinosas, cómo sustraerse al embrujo de las ventajas prodigiosas de la Tarjeta Club Carrefour.
Siento la tentación de desandar mis pasos y correr a tu encuentro. Yo caí, tú no debes caer, Teresa. Lo mío ya no tiene remedio. Tengo que advertirte, tú todavía estás a tiempo. Pero sigo empujando el carro con una mano, mientras con la otra sostengo a Jaime, que se tira contra el suelo. No vale la pena que te avise, porque nadie se emborracha con el vino que bebe otro.
Feliz cumpleaños. Felices treinta años, Teresa.Adiós.