No es lugar
ALFONSO RUIZ DE AGUIRRE
Recoge tempestades
LA DISCRETA, 2021
Doña Halitosis inclina la cabeza hacia adelante y me pide que hable. Encoge los ojos como si quisiera demostrar que se muere de ganas por escucharme. Tic, tic. Yo la imito poniendo ojos de china estreñida, pero no le hace gracia. Lleva la abulia pintada en el esmalte descascarillado de las uñas. Purpurina, a su edad. Ella me compadece a mí, yo la compadezco a ella. Empate. Pero yo además la odio y eso me da ventaja. En fin, cada una se gana la vida como la dejan. Casi es mejor limpiar. Si no fuera por el sueldo. O dedicarse a la barra, como Maddy. Me imagino en la barra a este rinoceronte, insinuándose con un tanga. Lleva unas gafas muy pequeñas. Pasadas de moda. Se le escurren nariz abajo. Con ellas parece diez años mayor y un poco más gorda aún. Para ser un gordo genuino es preciso haber nacido en los States. De cuando en cuando se da dos toquecitos con el dedo para colocarlas en su sitio. Tic, tic. Sus ojos partidos. Mira como un depredador de emboscada y agita la cabeza con sutileza.
Los negros son aquí muy bruscos en el trato, pero no puedes decirlo. Es como un juego. Ser negro te da el derecho a llamar nigger a tus iguales, pero si tienes nariz y mentón caucásico no puedes decir que son negros ni que son bruscos, o pierdes la partida, aunque a ti los jóvenes caucásicos, anglosajones y protestantes te atiendan el último en los restaurantes por hablar español. Aquí un negro que se sienta en el banco de una avenida es African-American aunque haya nacido en Botsuana y esté pendiente de la deportación. Doña Halitosis es negra y brusca en el trato. No parece de Botsuana.
—You’d better change this attitude. You should talk to me. You´ll feel better.
—No entiendo nada. ¿No hay nadie aquí que hable español?
—You can understand me fine. Your English is perfect and you´re wasting our time. I´ve told you the same thing time after time. If you tell me why you did it, what was on your mind, maybe we could do something.
—¿Para qué?
—Please, explain the whole thing to me. So, you´ll be allowed to go. Don’t tell me you feel comfortable here. Nobody does. I guess any place is better than this one. Don’t you want to go back home?
—What home are you talking about? I don’t have a home.
¿Cuál es mi país? Salí de uno donde no podría ganarme la vida y llegué a otro donde era extranjera. Tic, tic. Doña Halitosis insiste e insiste. Le huele el aliento a mapache muerto. Viene directa de la Roadkill Cook-Off. A veces es ingeniosa. Se le ocurren bobadas originales. Un lugar mejor que este. No. No se me había ocurrido que pudiera existir un lugar mejor que este. Ni peor. Ya me he acostumbrado al olor de la manta, al tacto áspero de las sábanas, a la carne recalentada, siempre con mucha salsa, a las bromas de las compañeras, al ruido por las noches de la cisterna del váter. No hay lugares mejores ni peores. Cada uno lleva su lugar consigo. Tampoco pensé que pudiera marcharme. No sabía que dependiera de mí. Aquí no se está mal. Ni bien. Un lugar donde se interrumpiera el ruido de mi cabeza.
Mi Elisa. No voy a hablar de ti con doña Halitosis, porque este no es asunto suyo. Es nuestro. Por eso sí voy a hablar contigo. Porque tú mereces conocer tu historia. Lo bueno y lo malo. Lo que supe hacer por ti y lo que no supe. ¿Recuerdas mi tripa hinchada? Podía charlar contigo durante horas. Mi cuerpo deformado y torpe, tomando minuto a minuto la forma adecuada para cobijarte, protegerte y alimentarte, Elisa. Te contaba historias. Imaginaba que podías oírlas y soñabas con ellas. Te veía con tanta claridad que distinguía las arrugas en la comisura de tus labios cuando te gastaba una broma y te reías. Te cantaba las mismas canciones que me cantó mi abuela. Las escuchabas con la boca abierta y los ojos enormes. Apretaba suavemente la mano sobre mi vientre y sentía tus patadas torponas, tus latidos y tu respiración. Tu pie, tal vez tu mano o tu codo, moviéndose arriba y abajo.
Cuando mi visado estaba a punto de expirar me planteé si debía regresar a España. Nadie me esperaba allí. Nada me esperaba allí. Mis mejores amigas habían emigrado también. Un país de tierra quemada. Fuga de cerebros, decían, y se empeñaban en echarnos. Alguno aseguró que nos marchábamos por afán de aventura. Gilipollas. Volver a casa de los abuelos era un fracaso. Explicar a mis conocidos que había regresado de América con el rabo entre las piernas, una desgracia que no quería afrontar. Carne de oficina del paro. No. No quise regresar. A dar paseos por Leganés sin dinero en el bolso, sin dinero para comprarme un bolso, sin el desparpajo para ganarme la vida agitando el bolso.
Había estudiado unos meses en Pittsburgh con lo que ahorré haciendo de cajera en el Carrefour durante dos años, pero no pude encontrar allí un empleo. Alguien me habló de una página web con ofertas y logré que me contrataran cien millas al sur. Me fue concedido el honor de trabajar como janitor en la Courthouse de Buckhannon, Virginia Occidental. Cuando firmé pensaba que janitor era conserje, así que ya me veía como cualquier bedel de la Universidad Complutense de Madrid, despatarrado en una silla, sobando el As que ya se ha leído tres veces, sin otra obligación que esperar a que un profesor le pida que le abra un aula para poder quejarse a gusto de su mala suerte. Pero no. A este lado del Atlántico la janitor tenía que fregar los suelos y mantenerlo todo más limpio que la patena.
Había logrado lo máximo a lo que un español puede aspirar, ya desde Lázaro de Tormes: trabajar para la administración pública. Mi licenciatura en Geografía e Historia no daba para más. Llevaba ya seis meses en Estados Unidos, y en España había recibido clases de inglés desde niña, pero me era imposible mantener un diálogo fluido, entender el acento de los hillbillies y manejarme con el teléfono, así que no podía aspirar a otra cosa hasta que fuera capaz de comprender lo que me decían sin hacérselo repetir tres veces.
Limpiar era duro, Elisa. Dolía la espalda. Demasiadas personas me miraban con lástima. O eso me parecía. La Mejicana, me decían, y me preguntaban cómo hacía los burritos y los tacos, porque no sabían distinguir España de Méjico, y me miraban como si ser mejicana fuera un pecado que había que expiar con sudor y trabajo mal pagado.
Pero los de Buckhannon también saben lo que es el trabajo duro. Nada comparado con los que tenían que bajar a la mina de Sago. Mis compañeros me contaron que unos años atrás una docena de mineros se habían quedado atrapados en ella después de que se produjera una explosión. Muchos de sus familiares se concentraron en una iglesia para rezar juntos. Los servicios de rescate consiguieron sacar a uno de ellos vivo, un tal Amos. Alguien entró en la iglesia gritando que se habían salvado todos. Los familiares salieron atropellados para abrazarlos. Incluso el gobernador en persona dio la noticia a la prensa. Pero el rumor resultó ser falso. Todos los demás murieron porque la empresa no había mandado el equipo necesario para rescatarlos. Así que limpiar no era tan malo.
En Pittsburgh se reían de la gente de Virginia Occidental. Según ellos eran unos paletos pobres, orgullosos y desdentados que andaban descalzos, se afanaban por cazar a Mothman, el monstruo que derribaba puentes con el batir de sus alas, se casaban con sus hermanas y hablaban su propia jerga incomprensible. Montañeses racistas, moonshiners brutos y conservadores, enamorados de sus rifles y entregados al alcohol, dignos herederos de los Hatfield.
No se hablaba español en el condado de Upshur. Conocí a una mejicana y a dos peruanos. Encontré habitación en una casa compartida: Trescientos dólares más gastos. Compré a plazos, por mil cuatrocientos, un Saturn de casi quince años al que no le funcionaban bien los frenos. Tenía una mancha marrón enorme en los asientos de detrás. Siempre sospeché que era de sangre, pero nunca me molesté en comprobarlo. Yo nunca me sentaba en ellos. Y me daba asco solo de pensarlo. Teniendo en cuenta que el seguro más barato costaba mil dólares al año, era lo mejor que podía pagarme.
Me sentía sola, miserable y desamparada. Muy sola. Sobre todo muy sola. Durante el verano llovía a menudo. Aunque el termómetro nunca superaba los 90º Fahrenheit, la humedad era tan elevada que no paraba de sudar. Salía de la ducha y seguía sudando. No me quitaba de encima una insoportable sensación de calor. Yo necesitaba a alguien que me mirara, para sentir que seguía siendo, a pesar de todo, una persona, una mujer. Y tu padre necesitaba una historia para contar a sus amigos. La historia de cómo se tiró a la mejicana que fregaba la sala donde él compareció acusado de conducir ebrio. Él se divertía. Yo no me aburría. Era muy ruidoso en la cama, y una compañera de la casa se quejó. Lindsay, la mojigata, tanto rezar para ser tan mezquina. No se quejaba nunca Maddy, que era stripper, siempre dispuesta a echarte una mano. No se quejaba nunca Peyton, que lo perdió todo con el Katrina, y la echaron de la casa cuando encontró a su perro, porque, claro, en un palacio como el nuestro no podía vivir un animal, según la casera y según Lindsay. Así funciona el mundo, Elisa. El mundo es de las caseras y de las Lindsay. El mundo nunca será nuestro: ni tuyo, ni mío, ni de Peyton, ni de Maddy. Ya te explicaré lo que es una stripper cuando seas mayor.
Un día tu padre desapareció. No volvió a llamar. Marqué su teléfono y una voz metálica me dijo que el número ya no existía. Pero me dejó lo más importante que nunca he tenido. A ti, mi Elisa. Y fui feliz por primera vez en mucho tiempo. Fuimos felices tú y yo. Pasaba la aspiradora pensando en los vestidos que te compraría. En el colegio que te pagaría. Ibas a hablar inglés y español desde bien pequeña, y luego tendrías un trabajo por el que todos te mirarían con respeto. Y el pasaporte estadounidense. Me tumbaba en la cama, cerraba los ojos y podía sentir cómo nadabas en el líquido amniótico, cómo mis pechos se hinchaban poco a poco para alimentarte, cómo mis dedos se dilataban y mis piernas iban ganando volumen a la vez que crecías. Nunca me había sentido tan completa, tan acompañada. Rellena de amor. Nunca me había cuidado tanto. Nunca había experimentado tanta ilusión. Quería que nacieras, pero también quería tenerte dentro para siempre.
Una tarde, durante el séptimo mes de la gestación, estaba moviendo un mueble para limpiar debajo. Una mesa pequeña, no demasiado pesada. Noté un líquido caliente que corría entre mis piernas, sentí un dolor muy agudo, comenzaron a pitarme los oídos, vi estrellas, oí voces a lo lejos y al rato me encontraba tumbada en una habitación del hospital. Muy débil. Con mucho sueño. Incapaz de recordar qué había pasado.
Intentaba preguntar si te encontrabas bien, pero mis palabras salían del fondo de un pozo y nadie parecía escucharlas. Mover las manos suponía un esfuerzo titánico, pero al final pude llevármelas al vientre. Ya no estabas allí. Grité, grité, grité. Ni siquiera yo entendía lo que estaba gritando. Me moví, me agité, intenté morder las sábanas. Me sujetaron entre varias. Me pincharon. Cuando desperté todo estaba oscuro. Pensé que tenía que existir un botón para pedir ayuda, pero no podía verlo y mi cuerpo seguía sin responder a mis órdenes. Poco después del amanecer vino una enfermera a preguntarme algo que yo no recordaba sobre mi seguro médico. Más tarde se acercó a mi cama una doctora joven, alta, rubia, con los ojos muy azules, los dedos alargados y muy finos. Me hablaba y yo apenas la comprendía. Surgery. Her heart. Too small. We will do our best. Less than three pounds. ¡Se llama Elisa!, intenté gritarle, porque no es lo mismo luchar por un desconocido que por alguien que tiene nombre, pero las palabras no salieron de mi boca.
Pasaron días confusos y atropellados. Decidí que ahorraría todas mis fuerzas y que emplearía toda mi voluntad para curarme. Porque me necesitabas. Y me necesitabas ya. Poco a poco fui recuperándome. Ahora comprendía lo que la doctora rubia venía a explicarme, con enorme paciencia, cada mañana: aunque permanecerías en cuidados intensivos unos días más la operación había sido un éxito y tu arteria pulmonar ya no estaba obstruida. Y yo debía comer bien y hacer caso a las enfermeras porque había perdido mucha sangre.
Un día pude incorporarme y pedí que me dejaran verte. En una silla de ruedas me llevaron a la UCI pediátrica. Mi Elisa. Diminuta, esquelética, con una cabeza tan grande para tu tamaño, pero tan hermosa. Tan hermosa. Tan hermosa, tumbada en tu incubadora. Eras un milagro pequeño. Mi hija. Elisa. No podía tocarte. Ni olerte. Ni besarte. Riesgo de infección.
Una noche vinieron a despertarme. Corrían y hablaban en susurros con voz apesadumbrada y temblorosa. La doctora rubia fruncía el ceño y gesticulaba. Le trajeron unos papeles. Al girarse los golpeó con el codo y cayeron al suelo. Los recogió la enfermera. La doctora los firmó. Se volvió hacia mí. Que tus riñones estaban fallando. Que no sabían qué había ocurrido. Que ya te habían salvado una vez y que, a pesar de que la situación era crítica, no iban a dejar de intentarlo.
Aunque no era hora de visita, me permitieron entrar en la UCI con mi silla. Junto a la urna de cristal donde yacías, todas las alarmas sonaban a la vez y todas las luces gritaban peligro, aunque nadie parecía preocupado. Te habías hecho aún más pequeñita, más pálida, más delgada. Encogida. Con tus labios amoratados y tu piel rosácea. De repente los pitidos se hicieron más intensos. Carreras y voces cada vez más altas y más apresuradas. Gestos bruscos y rostros crispados. Impotencia y miedo. Me levanté. Caí contra la incubadora. La doctora rubia. Tuvieron que sacarme a rastras mientras las arañaba y les lanzaba patadas y mordiscos. Me arrancaron de ti. En la puerta los otros padres esperaban la hora de visita. Me miraron con pena y alivio: no era su hijo.
Una hora después me dijeron que habías muerto. Me hablaron de pruebas, de análisis, de una enfermedad congénita. Yo no comprendía nada. No comprendía que ya no iba a poder amamantarte, ni acunarte, ni apretarte contra mi pecho, ni cantarte las canciones que me cantaba mi abuela. Ni siquiera había podido tocarte. Ni besarte. Ni abrazarte. Ni acariciarte. Una niña que se queda sin madre es una huérfana. ¿Cómo se llama a la madre que pierde una hija?
Pregunté si se había producido un error médico. Las caras amables se volvieron serias y el trato más distante. The baby was too small, too ill. Generalized organ failure. Medicine is not an exact science. Not the heart. The surgery was successfully accomplished. Los ojos de la doctora rubia estaban húmedos. Yo no lloraba. O sí, no sé explicarlo bien. Las lágrimas me resbalaban por las mejillas. Sin gemidos, sin convulsiones, sin que se alterase mi respiración. Una niña tan hermosa como tú no puede morir si alguien no se equivoca.
Cuando salí del Saint Joseph´s no deseaba vivir ni morirme. Yo no andaba, me llevaban los pies donde ellos decidían. Llamé a los abuelos para que me hicieran una transferencia. Era la primera vez que les pedía dinero. No les conté lo ocurrido. ¿Para qué les iba a hablar ahora de ti? ¿Para que se sintieran como me sentía yo? Primero oí la angustia en mi voz y luego en la suya. Dos horas después me devolvieron la llamada. No lo cogí. Tiré el teléfono a la basura. Tal vez me escribieran algún correo electrónico. No volví a consultarlo.
El dinero llegó a la cuenta. Gasté casi todo lo que tenía en tu entierro. De tu entierro no recuerdo apenas nada. Alguien decidió por mí tu ataúd en función del precio que marcaba un catálogo y del dinero que yo llevaba en mi bolso. Y tu lápida. Y tu lugar en el cementerio. Dirás, qué mala madre, pero es que no podía, Elisa, de verdad que no podía. Había gente mientras el cura recitaba unas oraciones por ti, pero no sabría decir quiénes. Compañeros del trabajo, supongo. Mis jefes. Solo ha quedado fresca en mi memoria la imagen de la doctora rubia, veinte metros a mis espaldas, vestida de negro y con gafas oscuras.
No volví al trabajo ni a la habitación. Allí quedaron mis papeles, mi portátil, mi ropa, mis libros, la lámpara de estudio que tanto me gustaba. Saqué del banco lo que me quedaba. Cancelé la cuenta. Sonreí pensando en la cara que pondrían todos cuando les devolvieran las facturas. Fuck off, all of you. Repartí los billetes por mis bolsillos, por mi ropa interior, por mis calcetines. Dormía en el coche, en Weatherford Boulevard, junto al Buckhannon Memorial Cemetery, para estar más cerca de ti. En el asiento del pasajero dejaba la manivela de cambiar las ruedas, al alcance de la mano. No sé si para defenderme o porque a menudo pensaba en hacer daño a alguien. Me imaginaba que la usaba para destrozar la cabeza de una anciana que paseaba renqueante o de un cincuentón que me miraba con recelo. Sentía alivio imaginando la sangre y las heridas. Me había vuelto mala. Se me había avinagrado la sangre. Me faltabas tú. Esto era lo que quedaba de mí, sin ti.
No me duchaba. Me colaba en el Burger King, en Hardee´s o en Wendy´s y me echaban porque olía mal y les asustaba a los clientes. Yo ponía los ojos en blanco, gritaba en español muy deprisa y hacía unas cuantas muecas, como si estuviera loca, para ver el miedo en sus rostros. Siempre amenazaban con llamar a la policía, pero nunca lo hacían. Buckhannon es una ciudad pequeña. Muchos sabían quién era y qué me había ocurrido. La desgracia ajena siempre es un buen tema de conversación para olvidar la propia. La compasión es el mejor medio de sentirse humano y bueno, mientras se mira a otra persona desde lo alto del triunfo hacia el precipicio de la desgracia. Talking down. Looking down. Les daba pena. Los hubiera matado a todos por castigarme con su lástima.
¿Sabes lo que me ocurrió una vez? Estaba todo muy oscuro y me quedé dormida en el coche. De repente, un ruido violento me despertó. Di un grito. Un hombre aporreaba la ventanilla en la que yo apoyaba la cabeza. Le faltaban tres dientes. Se reía. Estaba borracho. Daba voces. De repente se retiró de la puerta, trastabillándose, se bajó los pantalones y me enseñó un pene ridículo y sucio. Rebusqué en los bolsillos hasta encontrar la llave. Arranqué. Avancé unos metros. Agarré la manivela. Bajé. Ahora sí tenía alguien a quien hacer daño. Un gilipollas que se merecía el premio gordo al más asqueroso. Me acerqué a él andando despacio. Trataba de sonreír. La mano derecha, que empuñaba la manivela, escondida en mi espalda. Intenté incluso contonear las caderas. Él también comenzó a aproximarse sin dejar de gritar fucking this y fucking that. Cuando su aliento fétido me llegó a la cara descubrí la manivela, la alcé con las dos manos y la descargué sobre su cabeza con todas mis fuerzas. Tuvo reflejos, a pesar de la borrachera, o suerte. O a lo mejor fallé porque era mi primer intento de reventar cabezas, más allá del ensueño. El golpe cayó sobre su hombro y sonó un crujido. Aulló como si le hubieran amputado un brazo. Alcé otra vez la manivela, pero ya estaba corriendo. Corría y corría, gimiendo como un cerdo en la matanza, doblándose hacia el lado donde había recibido el castigo.
Decidí que necesitaba un cuchillo y que la próxima vez no erraría el golpe. Rastreé mis precarios escondites. Me quedaban ciento treinta y cuatro dólares, sin contar las monedas. No era mucho, después de haber fregado tantos suelos y esquilmado a mis padres, pero bastó y sobró para comprar un machete de palmo y medio, con filo por un lado y sierra por el otro. Best hunting knife. Guardé lo restante para gasolina. También compré una manta en una thrift shop del Salvation Army, por cinco dólares. Hacía mucho frío, por las noches, tan sola.
No tenía nada que hacer. Cada hora se atascaba con la siguiente y nunca terminaba de pasar. Por las mañanas, en el cementerio, charlaba contigo. Como nunca me ocurría nada interesante, te contaba mi infancia, mis travesuras, mis días en el colegio, las vacaciones que pasé en Santillana del Mar con los abuelos y tu tía, la semana que dedicamos a buscar dólmenes en Cádiz. Me acercaba a la lápida y apretaba el oído contra ella, por si acaso estabas llorando y yo no sabía oírte.
Los cementerios de Estados Unidos son muy distintos de los españoles, no están cerrados con vallas ni ocultos a la vista, conviven con las casas, las carreteras y los parques y son buenos lugares para pasear. Antes de que murieras, a veces me hacía un sándwich y me lo comía en el cementerio, sentada en la hierba. Ahora me gustaba levantarme por las mañanas y ver la explanada verde, tapizada de lápidas blancas, donde dormías. El azul melancólico de los nomeolvides que crecían en una esquina cercana a tu tumba.
Daba vueltas por la ciudad. A veces me paraba delante de la Courthouse. Leía la inscripción de la piedra. Dedicated to the veterans of Upshur County who served their country in war and peace. Enseguida escapaba para no encontrarme con nadie del trabajo. Una noche, sin que nadie me viera, grabé tu nombre en la piedra con otra piedra. Así sentía que la ciudad también te rendía homenaje a ti. Otras veces me detenía enfrente de la casa con una enorme pintura que cubre todo un lado. Un mountaineer y un indio dentro de un círculo. Tan amiguetes. Parece que se van a tomar unas cañas juntos. Porque a los americanos les encanta volver a escribir su historia para imaginarse que todo sucedió como a ellos les gustaría. Detrás de ellos, un sol refulgente, un bosque y un camino. The Promise of Tomorrow with the Dignity of Yesterday.
En un local de una iglesia me daban el almuerzo. Los contenedores de los restaurantes de comida rápida ayudaban a matar el hambre el resto del día. Gasté en gasolina lo poco que me quedaba. Conducía despacio, sin rumbo. Si salía de la ciudad me acercaba a ver el Philippi Covered Bridge. Una vez me paré dentro para contemplarlo. Los conductores pitaban enfadadísimos mientras yo reía a carcajadas. Una tarde me di cuenta de que había aparcado cerca de la puerta del hospital. Desde allí veía las escaleras por las que había bajado sin ti. Hasta para morirme de dolor me faltó dignidad.
Intentando escapar de las costumbres me encontré con otras nuevas que no había elegido. Mañanas de cementerio, mediodías haciendo cola para la comida o mendigando, tardes aparcada en el Saint Joseph´s, noches en Weatherford Boulevard. Creo que fue durante la cuarta tarde cuando salió del hospital. Tiraba de una pequeña maleta de acarrear portátiles. La memoria quería negarse a recordar, pero no podía. Era la doctora rubia. Subió a un coche rojo, grande, nuevo, muy brillante, muy caro sin duda. Dos minutos después me di cuenta de que la estaba siguiendo. Cuando el semáforo se puso en ámbar ella pasó y yo, que iba unos metros detrás, estuve a punto de embestir al pick-up de delante.
Esa tarde la perdí, pero la siguiente no. Enseguida aprendí su camino de vuelta, sus horarios y su forma de conducir. Aparcaba a unas manzanas de su casa y luego me acercaba andando. Me paraba de cuando en cuando en las basuras e intentaba encontrar algo útil. Era una casa grande, victoriana, de aspecto principesco, con dos pisos, de color verde claro, en mitad de una enorme pradera de césped bien cuidado. Me gustaba el juego de los tejados a dos aguas cuyas aristas apuntaban al cielo, el acogedor porche orientado al este, los ventanales blancos, las columnas, la torre circular del lado derecho, las chimeneas. La observaba durante horas, pero nunca pasaba la noche en su calle. Porque yo tenía que cuidarte: no podías dormir sola.
La doctora rubia también tenía una hija y un marido. Un marido sacado de una revista, con sus anchos hombros americanos, su mandíbula cuadrada y sus ojos claros de anglosajón orgulloso de su frat. Pero sobre todo tenía una hija. Una niña sana y dulce, tan rubia como su madre y con los mismos ojos, azules, grandes y expresivos. Aparentaba unos tres años. Llevaba siempre en la mano un ciervo de peluche al que hablaba, peinaba e instruía. Me gustaba tanto contemplar a la niña que algunas tardes no iba al hospital y esperaba a la doctora en los alrededores de su casa. La cuidaba una mujer de aspecto oriental que la cogía en brazos con mucho cariño y la llamaba desde la puerta cuando jugaba en el jardín: Kathy.
No sientas celos de Kathy. Me gustaba verla, es verdad, pero no voy a querer a nadie como te quiero a ti. Te quiero más de lo que me quería a mí mi perro Pumba. Una vez llegué a pensar en acercarme a la niña y preguntarle cualquier cosa, para escuchar su voz. Aquel día había aparcado cerca y aún seguía en el coche. Iba a bajarme para saludarla cuando contemplé mi rostro en el retrovisor. El cristal no reflejaba a una mujer, ni a un hombre, aunque no dejaba de resultar parecido. El pelo era una maraña de nudos y suciedad. Ojeras pronunciadas. Ojos hundidos y amorfos. Fisuras en la mugre que revestía las mejillas. Cejas hirsutas. Un monstruo. Una caricatura de la pena. Un espectáculo grotesco y tragicómico. Un esperpento de apenas treinta años. Sentí lástima de mí misma. Y la lástima me llevó a la rabia. Y la rabia al odio.
Aquella tarde hurgué en el cubo de desperdicios de la doctora rubia y encontré un tesoro: la pala. Una pala comida por el óxido, mellada, pequeña, pero fuerte. Podía guardarse con facilidad y excavar un hoyo donde cupiera una persona. Una señal. Como si mi fantasía fuera capaz de dar forma a las ideas y transformarlas en instrumentos. Como si la doctora me facilitara la herramienta necesaria para impartir justicia. Doña Halitosis insiste en preguntarme para qué guardé la pala. No deberían regalar el título de medicina.
Fui a esperar a la doctora rubia al hospital. Husmeando en la basura del Saint Joseph´s encontré una mochila perfecta para guardar el cuchillo y la pala. Segunda señal. Seguí a la doctora rubia. Me bailaban imágenes en la cabeza. Tú, en la incubadora. Me sellan el pasaporte en la aduana. Un error. Tú, mi amor, fría y sola en el cementerio. Ha sido admitida en nuestro Summer Term. Kathy. La excursión a Coopers Rock. La manta. El cuchillo. La pala. Esta vez no se dirigía a su casa. En lugar de conducir hacia el sur, tomó W. Main St., N. Locust en dirección norte y Morton Ave. Después cruzó al otro lado de la US -33. Un camino que me resultaba familiar: el que llevaba al cementerio donde dormías.
Aparcó exactamente en el mismo lugar donde yo había pasado la noche anterior y se bajó. Esta vez no llevaba su portátil. Pude distinguir que de su brazo colgaba una bolsa grande. Salí del coche y me preparé para observarla desde lejos, con mi mochila a la espalda. Eché la mano atrás para asegurarme de que el mango de la pala no sobresalía demasiado y no podía distinguirse desde su posición. El cielo comenzaba a teñirse de púrpura. Desde aquella distancia me costaba distinguir lo que hacía la doctora. Caminaba con decisión. Sabía adónde se dirigía. Se deslizó con rapidez entre las tumbas, sin dudar, sin detenerse, sin mirar ningún nombre. Dejó a un lado el monumento a William White y John Fink. Se paró junto a tu lápida. Sacó algo de su bolsa. Flores. Las dejó sobre tu tumba. Se arrodilló. Agachó la cabeza. Like a sitting duck. Like a kneeling blond doctor. Me pareció oír tu voz. Como si cantaras desde la tumba. Una voz tan hermosa y tan dulce. Como si la doctora rezara y tú le respondieras.
No podía merodear demasiado con este aspecto sin que alguien reparara en mí. Si ella me veía a lo lejos, sospecharía de aquella vagabunda que parecía acecharla. Si le daba tiempo a gritar alguien vendría a ayudarla y te despertaría. Y si no, acabarían por ayudarla mis dudas. Porque en aquel momento ya no sabía si iba a matarla por haber matado a mi niña, o por haber triunfado en todo mientras yo fracasaba, o por haberme convertido en la mujer que me escupió el espejo, o por tener una hija tan hermosa y tan sana como Kathy. Y no, no, no. No era el momento de dudar. El destino se había puesto de mi parte, de nuestra parte. La doctora rubia estaba en el cementerio. Era la tercera señal y la mandabas tú. Si existía algún dios, yo era solo la mano que cumplía su plan. Quien siembra vientos.
Volteé la mochila para que quedara al alcance de mis manos. Saqué el cuchillo. Volví a echármela a la espalda. Lo apreté con fuerza. Lo metí entre los vaqueros y mis bragas. Con aquellos harapos y aquella arma primitiva, más que un mendigo parecía un soldado derrotado. No quedaba nada en mí de aquella mujer que estudió en la Universidad Complutense de Madrid, que dio clases de Historia en un colegio concertado de Parla durante los cuatro meses que duró la baja de maternidad de la profesora titular, que sonreía a los clientes del Carrefour como una muñeca poseída por un espíritu, que se sentó frente a la fuente de Pittsburgh donde el Monongahela y el Allegheny desembocan en el Ohio, que limpiaba oficinas por unos cuantos dólares la hora.
La noche se iba cerrando deprisa. Apresuré el paso. La tenía ya a unos pocos metros. Pisé una rama y ella se levantó. Me miró con espanto y se llevó la mano a la boca para contener un grito. Sus ojos estaban bañados en lágrimas. Lágrimas verdaderas. Las flores que te había traído, tan elegantes. Tardó en reconocerme. El miedo se le transformó en asombro. Se había girado para huir y se detuvo. Bajó los brazos. Agachó la cabeza y alzó los ojos. Parecía no saber dónde guardar las manos.
—I´m so sorry. I did my best. I´m so sorry.
Y entonces te oí. ¡Te oí! Tu voz. Te oí tan claramente. ¡Estabas cantando! Cantabas las canciones que yo te había enseñado. No había tiempo que perder. Tic, tic. Doña Halitosis me pregunta de nuevo por qué. Es tonta, Elisa. Tonta. Tonta. Rematadamente imbécil. Lo hice porque era mi deber de madre. Tiré el cuchillo y saqué la pala. Acerqué la pala a la cabeza de la doctora rubia y le grité.
—¡Fuera de aquí! Get the fuck out of here! ¡Márchate, puta! ¡Ahora!
Y ella corrió, corrió, corrió.
Cavé donde tu fosa. Al principio la tierra estaba blanda y húmeda. Luego empezaron a aparecer piedras y el trabajo se hizo más duro. Más duro que fregar. Menos que bajar a la mina. Cavé, cavé, cavé. Nadie me interrumpió. Qué pequeño el ataúd. Tan blanco. Lo forcé con el cuchillo. Lo abrí. No te reconocí. Por la falta de luz, o porque estabas muy cambiada. Tenías muy mal color. Entre morada y verde. Con heridas y grietas. ¿Quién te había hecho todas esas heridas? ¿Quién había sido capaz de golpear así a una niña? Se te veía el hueso de la mejilla. Te acaricié por primera vez en mi vida. Yo te curaría. Nadie más volvería a hacerte daño nunca.
Me temblaban las manos. Había que tocarte con delicadeza, porque se te caían pedacitos de piel mojada, que se quedaban pegados entre los dedos. Qué emoción, Elisa, vida mía, mi niña, mi princesa. A mí no me importaba tu olor. Yo sabía que eras mi niña. Como lo sabía cuando te llevaba dentro de mí y movías tus piececitos. Te cogí con mucho cuidado, porque eras pequeña y aún no sujetabas la cabeza. Tu cuerpo no pesaba nada. Te abracé contra mi pecho. Solo lamentaba no haberlo hecho antes. Haberte dejado abandonada tanto tiempo. Pasando frío y miedo y soledad. Caminé despacio. Te subí en el coche. En el asiento delantero. Bien lejos de la mancha de sangre. Te arropé con mi manta.
Estuvimos unos días viviendo juntas. Felices las dos, otra vez. Yo te contaba cuentos. Te cantaba las canciones que me cantaba mi abuela y tú te las aprendías, y las cantábamos juntas. Te acariciaba. Te besaba la frente, tus mejillas, tus manitas, tu pecho, tu boca. Hasta que aquel imbécil metió las narices en un asunto que no era de su incumbencia. Fue el hombre del pene ridículo y el hombro roto, Elisa. Lo sé. Lo vi deambular junto al coche un par de veces. Tenía que haberlo matado. En eso te fallé. Pero era tan feliz disfrutando de ti. Ese fue el canalla que llamó a la policía.
Te me quitaron para siempre y me trajeron aquí. Yo no soy de aquí. Y, allá donde te hayan llevado, tú no eres de allí. Yo soy de ti y tú eres de mí. Tic, tic. Doña Halitosis dice que quiere ayudarme. Que esa es su profesión. Es una más de ellos. La odio. La odio porque es una de ellos. La peor de ellos. Dice que nadie te pegó. Que tus heridas se debían a la descomposición de tu cadáver. Que tengo que creerla porque es psiquiatra. La odio porque repite preguntas estúpidas. La odio porque no comprende que lo blanco es blanco. Sé que te han escondido. Que ya nunca volveré a abrazarte nunca más. Mi hija, mi niña. Son poderosos y no me dejarán.
¡Otra vez me pregunta esa chiflada por qué lo hice! Imbécil.
Porque un cementerio no es lugar para una niña.