Alfonso Ruiz de Aguirre

De Secundaria, para Secundaria

El Baño de la Cava

GANADORA DEL PREMIO FELIPE TRIGO DE NOVELA 2000

El Baño de la Cava quiere reproducir el Toledo mágico y brutal que heredé de las historias que mis padres y mis tíos me contaban de pequeño, el Toledo pobre pero honrado del bendito atraso, que ellos vivieron en el callejón de San Justo. Una ciudad mítica y prodigiosa en la que sus habitantes tenían que salir a orinar fuera de las casas, porque no existían los cuartos de baños particulares, en la que las prostitutas pintaban las uñas a las niñas traviesas y las mujeres se peleaban pegándose furiosos tirones de pelo no voy a escribir dónde.

 

PRÓLOGO DE LORENZO SILVA

 

Contra lo que suele pensarse, por efecto de la ñoña propaganda institucional a propósito del libro (que, como todas las propagandas institucionales, esteriliza y desfigura, más que defiende, aquello que presuntamente se trata de fomentar), el oficio de las letras es uno de los más nobles pero también, e indistintamente, uno de los más viles que se pueden ejercer. La palabra, que bien y honradamente escrita (o dicha) tanto puede hacer por los seres humanos que a través de ella se comunican, también sabe, cuando se la usa tortuosa o deshonestamente, convertirse en herramienta aborrecible e inútil. Todos hemos tenido alguna vez, como lectores y como simples ciudadanos (oyentes, espectadores...) experiencia de ello.

Por suerte para él (y de rebote para los que le leemos), Alfonso Ruiz de Aguirre se halla impedido para abrazar la profesión de las letras de otro modo que con limpieza y generosidad. Porque no sólo la ejerce desde el lado de la creación (que por sí solo, a veces inclina a la vanidad y el egoísmo), sino que también lucha por ella en ese otro frente, tan arduo como admirable, de la docencia a la juventud. A diferencia de quienes aún siguen vagando por vanos y delicuescentes laberintos, Alfonso ha de vérselas cada mañana ante la realidad mordedora de un puñado de jóvenes de los que hoy viven entre nosotros, a quienes debe persuadir de que la lectura no es un vicio de viejos ni un pasatiempo de profesores, sino algo que puede constituir pieza intensa y fecunda de la vida de todos. Me consta directamente que ese empeño lo cumple con abnegación y entusiasmo. Y me consta, con no menos inmediatez, que logra salirse a menudo con la suya; lo que en los tiempos que corren, cuando a todos se nos invita constantemente a una estandarización vital de la que la lectura no forma parte significativa, no deja de tener su mérito.
Menciono esta faceta de Alfonso Ruiz de Aguirre, que en principio no tiene que ver con este libro, porque al leerlo me ha parecido que, en cambio, resulta necesaria para comprender por qué escribe lo que escribe y como lo escribe. Siempre he odiado a los prologuistas que cuentan, interpretan o explican el libro que les invitan a abrir con sus palabras. Así que no caeré en la imprudencia de hacer nada de eso. Por fortuna, este libro se cuenta solo, se explica por sí mismo y cada lector encontrará en él materia suficiente para pergeñar su propia y personal interpretación, que en modo alguno aspiro a interferir. Lo que sí quisiera decir, ya que el autor me hace el honor de invitarme, es un par de palabras acerca de la actitud y el tono que distinguen a Alfonso Ruiz de Aguirre como narrador.
Elige el autor una historia de esas que se hallan ancladas en la realidad, en este caso en una realidad, la del Toledo de hace algunos años, que bien conoce. Acepta con eso su dosis de riesgo, porque hoy día hay quien despacha
la etiqueta realista como sinónimo inexorable de costumbrista, y por tanto como marchamo de bajeza artística. A mi juicio hace bien el novelista en no arredrarse ante esa torpe reducción, y en llevar su audacia al extremo de escoger algunos de sus personajes en esa cosa tan poco literaria (en el peor sentido de la palabra), pero a la vez tan real (en el mejor sentido de la palabra) que para la sociedad española es el muy castizo cuerpo de la Guardia Civil (del que, dicho sea de paso, ofrece una imagen nada frecuentada). Con estos mimbres traza una de esas tragedias eternas, intemporales, en las que se hace presente la idea del destino con la fiereza y la naturalidad con que irrumpía en el teatro griego.
Este sentido mítico y simbólico, unido a una prosa de frecuente y rica vena poética, le sirven a Alfonso Ruiz de Aguirre para conjurar el peligro del tipismo. Quienes desdeñan las historias antiguas y provincianas, como lo es ésta, suelen coger el rábano por las hojas. Una historia no es más grande ni tiene más vigencia por el lugar o la época en que sucede, sino por lo que su autor tiene dentro y al contarla sabe insuflarle para hacerla trascender. Esta historia, que en gran medida reconstruye una España que hoy ya no existe, lo hace plasmándola con tal vividez, y proyectándola con tal fuerza en nuestra imaginación, a través de la narración y del lenguaje en que ésta se vierte, que muy difícilmente puede resultarnos ajena.
Y aquí enlazo con lo que escribía al principio. Se advierte en estas páginas a un escritor que sabe qué es el lector, que se ha preocupado (día a día, frente a sus alumnos, pero también en el momento solitario de la escritura) de averiguar y comprender qué es lo que mueve a alguien a seguir el curso de un relato que otro compuso. Eso es lo que, sin pretenciosidad ni desmayo, se ha esforzado por entregarnos en esta novela de sangre caliente, que desde aquí invito al lector a sentir como suya, porque con esa intención, la de dársela y compartirla, ha sido escrita. Tal propósito, y la forma en que El Baño de la Cava lo realiza, convierten a esta obra en una buena muestra de cómo el de las letras puede ser en verdad un noble oficio.
Lorenzo Silva
Getafe, 17 de septiembre de 2001